La actitud marca la diferencia


Una señora falleció, y en su viaje hacia la otra vida se encontró a sí misma de pie en una
sala de banquete extremadamente cuidada. Las paredes estaban recubiertas con las
maderas más caras, de los altos techos colgaban arañas de luces de cristal y los lienzos
de todos los grandes maestros de la pintura adornaban la estancia.

En el centro del salón estaba desplegada una inmensa mesa de banquete, con todos los
manjares posibles y los vinos más apreciados del mundo. “Debe ser el cielo”-pensó- un
poco sorprendida. No creía que hubiera llevado una vida tan meritoria o santa como para
merecer tal recompensa.


Sin amilanarse, corrió ansiosa a ocupar su sitio en la mesa, se dejó caer sobre la silla y
entonces se dio cuenta de algo espantoso. Tenía los dos brazos entablillados, no podía
doblar los codos y sentía sus manos como si estuvieran al final de un poste.
 
No le costaba coger los delicados manjares repartidos por la mesa, pero era incapaz de

llevárselos a la boca. Cuando se detuvo unos instantes a observar todo lo que allí había,

y que de forma avariciosa había deseado para ella sola, vio a otras personas sentadas

alrededor de la mesa. También tenían los brazos entablillados, todas proferían

maldiciones, se sentían frustradas y lloraban; pero su destino parecía irremediable.


“Estaba equivocada”, pensó la señora. “Esto no es el cielo, sino el infierno. Me pregunto
cómo será el cielo.”

Sus deseos la transportaron a otra sala de banquete idéntica. Del techo pendían las
mismas valiosas arañas de cristal, en las exóticas paredes de madera también había
cuadros pintados por grandes maestros, en el centro de la estancia había una mesa de
madera tallada, en la cual también estaban dispuestos los más ricos manjares y los vinos
más afamados. De nuevo, volvió a correr para ocupar un asiento, esperando poder
participar en el banquete, pero una vez más percibió esa sensación inesperada: sus
brazos seguían estando rígidos y entablillados.

Al borde de la desesperación, miró a su alrededor. Había algo muy diferente en el grupo
de comensales, pues todos estaban felices y parecían estar saciados. Observó sus
brazos y se percató de que también estaban entablillados, al igual que los suyos. Sin
embargo estas personas, pese a sus dificultades, se sentían joviales y comunicativas.

 Por fin se dio cuenta de dónde radicaba la diferencia. Estos comensales no luchaban
por deshacerse del inamovible vendaje, ni trataban codiciosamente de llevarse la
comida a la boca. Por el contrario, cada persona cogía algún manjar y se lo ofrecía
cortésmente a quien tenía sentado en frente. En lugar de ver sus restricciones como
una incapacidad, las utilizaban para beneficiar a sus compañeros de mesa. Cuando
conseguían coger algo de comida se la daban a la persona que había en el otro extremo.
La señora se dio cuenta de que dando a los demás, ella también ganaba. Los demás la
alimentaban de la misma forma que ella los alimentaba.

 “Esto no sólo atañe a la comida”-pensó- ya que los comensales también compartían una
conversación. Todos intercambiaban historias, irradiaban optimismo y disfrutaban
juntos de una feliz experiencia. “Sí” -pensó- “esto verdaderamente es el cielo”.

rocioriverolopez@gmail.com

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